Te vas a arrepentir, me dijo y yo en el momento le creí.
Porque es un clásico de todas las separaciones. Casi tan cliché como el “No sos
vos, soy yo”. Pensé que iba llorar a mares, que me iba a faltar el aire, que se
me iba a romper el corazón una y otra y otra vez. Creí que iba a morir de amor.
Y contra todos mis pronósticos, no fue así. Porque cuando
uno pone toda la carne al asador, y luego se la come, se termina empachando.
Algo así pasa con las relaciones. Si te la jugaste una y otra vez, si apostaste
ciegamente, si te expusiste al 100%, tarde o temprano te empachas. Y no queres
ver un asado en tu puta vida más.
Algo semejante me pasó a mí, tanto me la jugué que cuando me
separé ya no había nada. Metafóricamente hablando, agarré mis zapatos, miré
para atrás y supe que ya no estaba enamorada de esa persona que tanto me había
lastimado. Hubiese querido irme dando un portazo, porque a las mujeres nos
encantan, pero ya ni ganas de eso me quedaban.
Me pude haber separado mucho antes, porque la relación venía
en picada hace meses, pero uno hace las cosas cuando puede y como puede. Yo no
me arrepiento del tiempo que me llevo valorarme y elegir cuidarme. No me
arrepiento de haber hecho el duelo durante la relación, ni de haber estado
completamente segura de que se hundía el barco antes de abandonarlo. No me
arrepiento de ser así, apasionada e impulsiva, no me arrepiento de amar las
causas perdidas, de apostar hasta el final.
Pero tampoco me arrepiento ni me voy a arrepentir de haberlo
amado, chicos.
Y como me dijo un amigo: "Tené en cuenta que nadie se muere de amor. Excepto los
caballitos de mar".
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